sábado, 26 de julio de 2008

En La Habana el tiempo pasa


"Paciencia es lo que hay que tener, no dinero", dijo una mujer habanera ante los comentarios de un mejor futuro para la isla. Una realidad que comprobó el cubano Abilio Estévez al volver a su casa después de siete años. Descubrió que algunas cosas han cambiado y que hay algo inquietante en la quietud de su ciudad.

La noche que salí de La Habana rumbo a Barcelona, la calle de mi casa, por una rotura en las extenuadas cañerías, estaba inundada de agua. La noche que regresé, luego de siete años de ausencia, la calle se hallaba igualmente desbordada. No pude evitar la ilusión de que el tiempo no existía. Si no hubiera sido porque en esos años nuestro mundo familiar se había empobrecido con algunas muertes, y porque los cocoteros del jardín de al lado eran ya largas palmeras inclinadas a los cierzos, me habría costado huir de aquella alucinación: regresaba al minuto exacto en que me fui.

Todo simulaba encontrarse en idéntico sitio: mi pequeña casa de madera, tan poco pretenciosa, con sus antiguos muebles; los libros estropeados por los años y la humedad, en el orden en que los dejé, en los estantes habituales; y la familia que, a pesar de pérdidas notables, daba la impresión de perseverar en su conformidad, dueña de idéntica calma y resignación, de un estoicismo que el discreto matiz de jovialidad no lograba disipar. "El cuartico está igualito", exclamó alguien, repitiendo el verso de un bolero de Mundito Medina. "No es cierto, han cambiado la hora", ironizó otro, sirviendo hielo y ron en el vaso de la bienvenida, y haciendo referencia a un cambio de horario que en Cuba sólo ha marcado el paso de un invierno sofocante a un verano más sofocante aún.

Volví a verme en Marianao, después de siete años. Allí, en el barrio de mi infancia y adolescencia. Anduve por la calle 102, por el Obelisco, por mi destruido instituto (ahora sin ventanas), lejos de la parte de la ciudad acicalada para el turismo. Y confirmé lo que ya sabía, que esas calles habían acabado por destruirse. No es que pareciera, como se ha dicho, el paisaje después de la batalla. Se trataba de algo más complicado: el paisaje de una ciudad agobiada por la espera del bombardeo que no tuvo lugar. Infructuosa, la espera había consumido las fuerzas y dejado en su lugar la reacción igualmente inútil de la desidia. Una espera que nada esperó y nada espera. En todo caso, la batalla había sido la de la espera sin esperanza. Y, lo sé, esto puede poseer el brillo falso de las paradojas.

"Cada cosa continúa como la dejaste", indicaban algunos. "El calor, más intenso, eso sí". No repliqué. Comenzábamos a saber que no era cierto. Por más que suela repetirse, La Habana no es la ciudad del tiempo detenido. Aunque parezca iluso y trivial, precisa enunciarlo cuando se habla de La Habana: no hay inmovilidad posible con el tiempo.

Nada importaba que la ciudad pareciera detenida, y que los Chevrolets, por tenebroso arte de conservación, fueran los mismos de sesenta años atrás. La fealdad habitual de mi calle se había hecho patente. Despintadas las casas y más rotas las calles. Más difícil la vida. Dificultad agravada por la costumbre de la desilusión.

Cruzados de brazos, los muchachos conversaban de no se sabía qué sueños lejanos. A veces no conversaban. Una música alegre escapaba de alguna casa y, sentados en las aceras, escuchaban con sonrisas de seriedad. O jugaban al dominó con expresiones concentradas, pensando en otra cosa. Como apariciones, borradas por la luz de la mañana, las señoras iban y venían con sus bolsas de compra. Comentaban que habían "sacado" frutabombas en el puesto de la esquina, frente a los bomberos. Pocos automóviles, antiguos o nuevos, transitaban por la avenida a esa hora, a cualquier hora. Pasaban las bicicletas sin prisa. Y si no hubiera sido por el sol inflexible, se hubiera dicho que no iban a ninguna parte. En su carromato, el vendedor de viandas continuaba gritando en el portal el nombre de mi madre, aunque ella no estuviera desde hacía años. Sudorosa, la vendedora regresaba con similares pasteles, en la misma caja manchada de manteca.

Por esos días comenzaba a comentarse que un cubano "de a pie", podría hospedarse en los hoteles y tener su teléfono móvil. "¿Y quién tendrá dinero para ese lujo?", me preguntó la vecina que se abanicaba con una vieja revista. "Paciencia es lo que hay que tener, no dinero", murmuró otra asomada a su ventana. En tanto que el profesor jubilado de la esquina, con el pan diario envuelto en un periódico, agregaba sonriente: "Por lo menos, ya no se oye la voz tronitonante de Zeus, ya no sermonea, ya no regaña, y, si da órdenes, lo hace al menos en susurro. ¿Les parece poco?". "Qué alivio", respondían las vecinas, suspirando, pensando en la ausencia del Máximo Líder con la que, por supuesto, habían contado.

¿Qué se podía hacer? Lo de siempre: la espera, el arma perfecta de los cubanos. La espera sabía dilatarse con su sabiduría y su tenacidad. A pesar de haber estado tanto tiempo alejado, volvía a comprobar cómo en mi país el verbo "esperar" continuaba instalado en el centro de la vida, definiéndola y proporcionándole un extraño sentido. Repetí de memoria, y sin querer, lo que piensa un personaje de El navegante dormido,mi última novela: "... en aquella isla las cosas siempre tenían el toque supremo de la soñolencia y la inacción. Nada que hacer, salvo esperar. [...] En los ciclones, y en otras calamidades igualmente devastadoras, como en las revoluciones y otras fatalidades, como en otros muchos fracasos de la Historia, no vencía el que se enfrentaba, el héroe que moría o vivía, que para el caso era lo mismo, sino el hábil y paciente que no presentaba batalla. Ése era el verdadero triunfador. No el que batallaba, sino el que se cruzaba de brazos y se sentaba a esperar".

Había, no obstante, algo nuevo e inquietante en la quietud de la ciudad. La tristeza parecía encontrar una inflexión apacible, como si la desilusión percibiera de pronto alivios y remotos remedios. ¿Sería cierto, como enunciaba Valéry, que todo podía nacer de una espera infinita?

Se habría dicho que se llegaba, al menos, a un convencimiento: sin duda y, por encima de cualquier calma chicha y su "línea de sombra", lo propio del tiempo es que transcurre. Por poderosos que se pretendan hombres y caciques. Como despertara de un abatimiento de años, mi país daba la impresión de empezar a reconocer semejante perogrullada.

¿No nos enseñaron que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río?

A despecho de que en mi calle, por la rotura de las cañerías, persistiera la impresión de que estábamos anegados por aquel eterno albañal. -

Abilio Estévez (La Habana, 1954) acaba de publicar El navegante dormido (Tusquets), novela con la que cierra la trilogía abierta con Tuyo es el reino. Artículo publicado en El País. España.

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