domingo, 27 de julio de 2008


El inventor del “Nuevo Periodismo”, un estilo surgido de una libreta de apuntes publicada tal cual, según cuenta la leyenda, reconoció que sus libros de no ficción son más importantes que sus novelas. Con su figura de dandy, ahora rico y famoso, habló pestes de Norman Mailer, su archienemigo, y dijo que “no sabía escuchar”. El autor de The Bonfire of the Vanities, llevada al cine por Brian De Palma, dice que sólo los libros que mezclan ficción y realidad tienen futuro.

¡Mailer está muerto! ¡John Updike no ha escrito nada que valga la pena leer desde la presidencia de Ronald Regan! ¿Roth? Bueno, sí, es prolífico como siempre. ¿Pero no se han cansado ya de Zuckerman, su alter ego pusilánime y abrumado por su vida cómoda que llega a su fin? ¿Salinger? Está más escondido que Bin Laden. ¿Pynchon? Ok, sí. Sigue jugando en las Grandes Ligas pero sería más fácil conseguir una entrevista con Elvis que con el autor paranoico de Gravity's Rainbow. De los grandes escritores estadounidenses vivos que trazan su linaje desde Melville y Twain, desde London y Dos Pasos, desde Hemingway y Faulkner, y hasta Truman Capote y Hunter S. Thompson, ¿quién queda aún parado en el ring, luchando ambiciosamente en la caza del Gran Premio –más elusivo que la Ballena Blanca que arrastró al abismo a Ahab y su tripulación–: la Gran Novela Americana? ¿Quién, pregunta usted? Hay sólo una respuesta: Tom Wolfe.

¡Sí, Tom Wolfe! El inventor del Nuevo Periodismo. El último dandy norteamericano. El reportero impecable, incansable e innovador que pudo retratar tribus de los años 60 tan heterogéneas como los monjes lisérgicos del bus mágico de Ken Kesy (The Electric Cool Aid Acid Test, 1968) y los aviadores cojonudos de la NASA (The Right Stuff, 1979). Tom Wolfe, el autor de tres novelas dickenseanas, de más de 600 páginas cada una, que retratan a Estados Unidos en todo su fulgor, ambición, belleza y perversión en los 80, los 90 y los 00, respectivamente (The Bonfire of the Vanities, 1987; A Man in Full 1998; I am Charlotte Simons, 2004). Acaba de cumplir 78 años y sigue con más energía, ganas y lucidez que cualquiera de los ya no tan jóvenes escritores que se jactan por ser el próximo Gran Novelista Americano como Jonathan Franzen, David Foster Wallace o Jeffrey Eugenides.

Cordial y sonriente, Wolfe me recibe en su hotel preferido de un barrio recoleto y exclusivo de Miami llamado Coconut Grove (está preparando una novela más, situada en Miami). Y no defraudó. Revivió el debate con su Némesis, el difunto pugilista literario de Brooklyn, Norman Mailer: “Mailer no sabía escribir diálogos porque no escuchaba. Sólo sabía escribir sobre Norman Mailer”. Me contó el secreto detrás de su traje blanco: “Por muchos años me sirvió como substituto de una personalidad”. Confesó algunas intimidades existenciales: “La gran decepción en mi vida fue no ser jugador de béisbol profesional. Si me hubieran dado un contrato, aunque fuera para la cuarta división, felizmente no hubiera escrito una sola palabra”.

Y me entretuvo con descripciones de tramas inéditas de su próxima novela, Back to Blood, que promete que se publicará el año que viene y que toma como eje central la temática social de Estados Unidos en este nuevo siglo: sus inmigrantes. Fueron solamente dos horas en el salón del Hotel Mayfair, inundado de música funcional a todo volumen (Shakira, Sting y Peter Gabriel, entre otros), pero dieron mucho para relatar.

La entrevista empieza así, en el salón de desayuno del hotel: “¿Quieres tomar café?” Como no hay nadie atendiendo a este tesoro nacional viviente en este hotel de cinco estrellas, Tom Wolfe se va solo a la cocina, sonriendo. “Hello! Hello? Could we have some coffee, please? Hellooooo?” Vuelve, momentos después, cargando un gigantesco termo de aluminio. Nos sirve dos tazones (al cronista y al fotógrafo) y se sirve a sí mismo. Sonríe sinceramente, se reclina, y comenzamos.

Por más que haya vivido casi la mitad de su vida en la ciudad de Nueva York, Wolfe aún mantiene el suave acento sureño de su Virginia natal y también el aire de caballerosidad y distensión que uno asocia con los sureños. Las respuestas concretas llegan pero tras divagaciones y paréntesis y hasta paréntesis dentro de paréntesis. Estamos en Miami, es bueno recordarlo antes de seguir, pues aquí Wolfe vivió una experiencia inolvidable: en su propio país se sintió un extraño. Veamos.

¿Está aquí en Miami investigando para su próxima novela?
TOM WOLFE: Sí, y ya tengo título, algo que no me pasa siempre. Pero cuando lo tengo me siento mejor. Tuve The Right Stuff desde el comienzo y también The Bonfire of the Vanities. En ese caso estaba en un tour de American Express por Florencia. Paramos en la Piazza de la Signoria donde Savonarola tuvo su famosa hoguera de las vanidades y allí mismo me dije “¡Guauu, qué frase! Ese es el título de un libro”. No sabía de qué se trataría el libro, pero tenía el título.

¿Y The Right Stuff?
T.W.: Tengo un amigo chino-americano que vive en California. Por algún motivo estaba desesperado por ser policía. Se había recibido en la universidad, pero quería ser policía. Pero no cumplía con los requisitos mínimos de altura: tenía que tener por lo menos cinco pies y siete pulgadas, y el tenía cinco con seis y medio. Y hacía todas las cosas imaginables para intentar vencer ese obstáculo. Por ejemplo, había leído que somos más altos cuando nos despertamos por la mañana, porque se nos alarga la columna vertebral. Bueno, al instante de despertarse se iba apuradísimo en su auto a la comisaría en donde hacían los exámenes de admisión. Pero era un Volkswagen que andaba muy lento y cuando llegaba ya se había achicado. De todas maneras, él me explicaba que sabía perfectamente que ser guardia de seguridad era un trabajo muy bien pago y si lograbas ser jefe de seguridad en un Mall, por ejemplo, podías ganar hasta 150 mil dólares por año, que era un muy buen sueldo en esos tiempos.

¡Y hoy también! 
T.W.: Bueno, no sé. Cómo se está yendo el dólar para abajo… De todas maneras, él me decía que por más dinero que ganaras ibas a saber siempre, en tu corazón, que solamente un policía metropolitano tiene the right stuff (está ante lo correcto). Y allí estaba. En ese momento me interesaban los astronautas y esa frase se convirtió en mi guía para escribir el libro. Una historia que, como todas las buenas, está fuera de uno, ¿entiendes?

¿Y la próxima novela?
T.W.: Se llama Back to Blood; sangre en el sentido de linaje. Aquí en Miami, por ejemplo, hay una confluencia de distintas nacionalidades y de grupos étnicos. No son solamente los cubanos. Hay haitianos, nicaragüenses; ahora están entrando los rusos. Lo que me fascina es que Miami es el único lugar donde –hasta donde yo he podido averiguar– más de 50% de la población son inmigrantes recientes. Estados Unidos está lleno de inmigrantes pero en este caso me refiero a inmigrantes que llegaron desde 1960. Y lo increíble es que controlan el gobierno local. Ha sido muy interesante estar con las autoridades cubanas porque me han tratado muy, pero muy bien. ¡Pero de golpe te das cuenta! Están haciendo el esfuerzo de ser gentiles contigo porque tú perteneces a una minoría. Nunca antes había tenido esa sensación.

Ayer en un taxi, en plena autopista, vi a un hombre bajarse de un Mercedes y ponerse a gritar: “¡Vuélvanse todos a su país, cabrones de mierda!” ¿Es algo que está por explotar?
T.W.: No sé si tanto. Pero uno escucha muchos casos como ése vinculados con el tránsito. Por ejemplo, te cuento una, que es una escena en la novela. Una mujer llega tarde a un restaurante con su marido y justo ve que se está desocupando un lugar para estacionar. Pero cuando se libera entra un Porsche convertible así ¡zweeeeeng - grang! y toma el lugar. Resulta que es una mujer latina. Se arma un gran lío entre las dos, una gritando en inglés y otra en español, diciéndose barbaridades. Bueno, la norteamericana se enfurece y empieza a gritar: “Hable en inglés, señora. ¡Está en Estados Unidos ahora!” Y la otra responde, en un inglés acentuado: “Sí. Pero tu estás en MI-AM-I”. Aunque quiero decirte esto. A pesar de todo lo que puedan decir sobre Estados Unidos, éste sigue siendo el único lugar en el mundo al que pueden llegar personas de otro país, que hablan otro idioma, que tienen otra cultura, y que hasta parecen drásticamente diferentes, y aun así pueden lograr tomar control de una metrópolis en poco más de una generación. Es lo que hicieron los cubanos en Miami.


Nace una leyenda

Aunque Tom Wolfe consiguió un doctorado en Estudios Americanos en la prestigiosísima Universidad de Yale, descubrió luego que su pasión era el periodismo. Ese periodismo romántico que ya no existe, de máquinas de escribir y redacciones llenas de humo y whisky. Decidido a ser un reportero en la Gran Ciudad pasó primero por un periódico pequeño, el Springfield Union. Después, entre 1959 y 1962, trabajó en The Washington Post como cronista de la ciudad (y también, por seis meses, reportó desde Cuba tras la toma del poder por Fidel Castro). Allí comenzó a cultivar su estilo de prosa ideosincrática llena de onomatopeyas, perspectivas inusuales y metáforas rimbombantes.

Ese estilo, por accidente, terminó siendo una de las características del Nuevo Periodismo, un género de reportaje literario que, según la leyenda, inventó Wolfe casi sin querer. En 1963 estaba trabado con una nota para la revista Esquire sobre gente que modificaba sus autos convirtiéndolos en Hot Rods. Trabado y desesperado sobre el cierre, mandó 49 páginas de sus apuntes –escritas de una manera casi automática– a su editor para que él escribiera la nota. Pero el editor publicó los apuntes tal cual. Allí nació la leyenda.

Desde 1987, cuando lanzó The Bonfire of the Vanities, Wolfe se ha dedicado mayormente a la ficción. Sus tiempos de gestación son larguísimos, en parte porque documenta sus novelas minuciosamente y con el rigor de un periodista de investigación. La novela A Man in Full le llevó 11 años. Su intención declarada públicamente –en un artículo titulado “Cazando la bestia de un mil millón de pies”, publicado en 1989 en la revista Harpers– fue devolver la novela estadounidense a la tradición del realismo: “En este momento débil y pálido y desgastado de la historia de la literatura norteamericana necesitamos que un batallón de Zolas se lancen a este país salvaje, barroco y desopilante y que lo reclamen como propiedad literaria”. Aunque sus tres novelas han sido best sellers y lo convirtieron en millonario, las críticas fueron matizadas y colegas como Updike y Mailer y John Irving lo insultaron públicamente: era un periodista que no tiene por qué o con qué meterse en la Literatura. Wolfe, fanático de una buena disputa, respondió con un ensayo llamado “Mis tres chiflados” despachando a sus tres atacantes: “Un hombre entero les había asustado. Estaban golpeados. Fue tan simple como eso. Un hombre entero era un ejemplo alarmantemente visible de que la ficción a fines del siglo XX podía encarar una nueva dirección: la de una novela intensamente realista, basada en la investigación, que se mete en la realidad social de la Norteamérica de hoy. Una revolución de contenido en vez de forma. Una revolución que haría que muchos de nuestros prestigiosos artistas –incluyendo estos tres viejos novelistas– fueran de golpe estériles e irrelevantes”.

Escribió Cazando la bestia de un mil millón de pies hace más de veinte años ya. ¿Alguien le tomó la palabra? ¿Algún escritor siguió ese manifiesto?
T.W.: No. Creo que nadie me hizo caso. Bueno, hubo uno. Uno que es terriblemente bueno, se llama Richard Price. No sé si necesariamente estaba respondiendo a lo que escribí en ese ensayo pero de alguna manera tomó la idea de salir a la calle y conseguir material trabajando. Su primera novela se llamaba The Wanderers y estaba basada en su adolescencia en el barrio del Bronx y su experiencia en ser parte de una pandilla. Es una novela muy graciosa y en momentos conmovedora. Y después escribió dos novelas más basadas en su experiencia personal. En ese ensayo que mencionas escribí que Emerson dijo que cada persona tiene una gran autobiografía dentro de ella, si simplemente sabe entender lo que es único de su propia experiencia. Pero no dijo que cada persona tiene dos autobiografías para escribir. Bueno, este Richard Price se salvó porque se volcó a reportar y a meterse en vidas ajenas.

¿Su método de reportar cambia cuando es para una novela?
T.W.: No. Es lo mismo. Pensé que iba a ser mucho más fácil escribir ficción porque lo inventas nomás. Pero para mí simplemente no lo fue. Terminé trabajando tanto para The Bonfire of the Vanities como lo hice para The Right Stuff.

Si intenta mirar su carrera objetivamente, ¿qué le parece más importante: su trabajo en el Nuevo Periodismo o sus novelas?
T.W.: No me gusta hacer eso porque me hace sentir más cercano a la muerte. No soy de mirar para atrás. No pienso en mi carrera. No me tienta realizar eso.

Entonces podría preguntar: ¿nunca dudó al investigar para una de las novelas, que en realidad el material sería mejor usado en una obra de no ficción?
T.W.: Sospecho que mi no ficción al fin es más importante, desde el punto de vista literario, que mis novelas. Lo que pasó originariamente es que iba a hacer un trabajo de no ficción sobre Nueva York. Yo había escuchado que el compositor Leonard Bernstein iba a dar una fiesta en su departamento de Park Avenue para los Black Panthers (grupo político de acción directa de los años 60). “¡Dios mío!” pensé, “¡Los Black Panthers en Park Avenue!” Quería una invitación. Mi mujer trabajaba en la revistaHarpers y una tarde en que pasé a buscarla entré en la oficina de David Halberstam –que estaba vacía– ¡y allí estaba esa invitación increíble a la fiesta! Entonces llamé y di mi nombre diciendo que aceptaba.

Eso fue la acción de un reportero intrépido. No me imagino un escritor debilucho de ficciones haciendo algo semejante.
T.W.: Hacer algo así es considerado tan indigno que… Mira, un reportero es alguien con una taza de mendigo que está esperando una contribución a la cual no tiene derecho. Pero simplemente tienes que quitarte la vergüenza y el pudor de encima y meterte en las vidas de los otros. Y estar a la merced de sus agendas y sus horarios. Y es ponerse en posición social terriblemente inferior.

¿Pero en qué momento se dio cuenta de que lo que iba a escribir era una novela y no un reportaje?
T.W.: Primero fui a esta fiesta y era tan increíble que tenía terror de que otra persona lo fuera a escribir. Había un periodista más, alguien de The New York Times, que había sido invitado oficialmente y que tenía simpatía por lo que estaban haciendo. Entonces le tuve que ganar. Me dije: tengo que escribir esto ya, no puedo guardarlo para la novela.

Y le terminó complicando la vida. ¿Pero ya entonces le gustaba provocar?
T.W.: Me gustó decir “Miren. ¡Todos ustedes son idiotas!” Simplemente fue un evento muy gracioso, en mi opinión. Pero, al escribirlo perdí lo que iba a ser un gran capítulo en mi novela de no ficción. Y en ese momento me di cuenta de algo. Tienes que entender que ya en ese instante tenía cincuenta años. ¿O era más tarde? No me acuerdo cuándo era exactamente. Bueno, de todas formas, sabía que había mucha gente que me estaba observando atentamente. Yo estaba haciendo este gran alboroto por una nueva forma de arte, una nueva forma de narrar –o sea, el Nuevo Periodismo–, pero sabía que había muchas personas que pensaban: “Dios mío. Qué manera tan complicada de evadirse de escribir la grande (The Big One)”. Es decir, escribir una novela.

¿Entonces sentía culpa por no haber escrito una novela?
T.W.: Sí. Porque para todas las personas en este país que arrancaban en la universidad con la intención de ser un escritor serio, la novela era la única meta. Era la cosa más seria, el logro más codiciado. Pero, para mí, en algún momento el periodismo se convirtió en algo muy interesante y me dediqué a eso. Pero allí estaban siempre –yo sabía– las personas que decían “¡Cuántas vueltas más tienes que dar para escribir una novela!” Entonces me dije: “Bueno, adelante. Tú puedes hacer eso”. Y me costó mucho al comienzo.

¿Sufría escribiéndolo?
T.W.: Sabes, simplemente me quedaba sentado frente a mi escritorio en un estado catatónico. Sabía que se iba a tratar de Nueva York. Sabía que iba a tratar de las clases altas y las clases bajas. Pero no arrancaba. Hasta que, durante unas vacaciones, conocí al juez Burt Roberts. Era un granraconteur que terminó siendo el juez principal en las cortes criminales y civiles del Bronx. Comencé a ir a los juzgados. Tomaba notas. Y allí estaba todo. Era un lugar donde, por definición, se juntaban las clases altas y las clases bajas. Allí, trabajando como un reportero, me empecé a destrabar.


El traje blanco

Señor Wolfe, llamamos a su sastre antes de venir, para entrevistarlo.
T.W.: ¿De veras? ¿Pudiste entender una palabra de lo que hablaba?

Fue bastante complicado. Pero quería preguntarle, aunque parezca frívolo: ¿Piensa que hubiera sido el mismo escritor sin el traje blanco?
T.W.: Lo que pasó es que siempre quise ser un reportero en Nueva York. Ese era el lugar. Yo estaba en The Washington Post cuando me llamaron, en 1962, para un trabajo en Nueva York. En esos días los reporteros tenían que usar saco y corbata. Y yo tenía exactamente dos sacos a muy mal traer. Entonces me fui a una tienda y me compré un traje blanco. En Virginia, de donde soy, no es para nada fuera de lo común vestirse con un traje blanco en verano. Pero este traje, por más que fuera blanco, estaba hecho con un material bien espeso, como de lana. Por lo tanto lo empecé a usar en noviembre con el frío, porque no tenía mucha ropa. Y desde el primer día me di cuenta de que le molestaba a la gente sobremanera. Era de un corte convencional pero el maldito era blanco. Bueno, esto habla más de mí que de ellos, pero por primera vez en mi vida me empezó a producir un gran placer vestirme por la mañana. No tengo el número directo para las consultas nocturnas del doctor Freud, si no le preguntaría de qué se trata. Pero poco después publiqué mi primer libro, The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby, una antología de artículos de revista. Yo seguía trabajando para el Herald Tribune como reportero, pero por primera vez en mi vida alguien me estaba entrevistando a mí. Estaba muy acostumbrado a entrevistar a gente pero nunca se me ocurrió estar al otro lado. Y francamente me sentía muy incómodo y por ende estaba seguro de que iba a ser una entrevista malísima. Pero leí la nota al día siguiente y decía “Qué hombre interesante. ¡Y se viste con trajes blancos!” Entonces por unos cinco años el traje sirvió como sustituto para una personalidad.

¿Cómo ve a los escritores jóvenes de hoy en Estados Unidos?
T.W.: Mire. Estaba hablando con un chico de Harvard, editor de la revista The Lampoon. Se supone que esa posición la ocupa una persona con mucho potencial. Y le pregunté qué quería hacer después de graduarse. Y me dijo “Me encantaría escribir para Los Simpson” ¡Los Simpson! Yo le insistí “Tú sabes que no hay más de veinte personas en este país que puedan recordar a un escritor de televisión”. Pero eso no le preocupaba. Claramente su idea de lo que es una carrera literaria era muy distinta a la mía.

Su archienemigo Norman Mailer dijo, antes de morir, que consideraba que la serie The Sopranos estaba consiguiendo, en términos narrativos, cosas que ninguna novela estaba logrando. ¿Ve viable ese argumento?
T.W.: Lo veo viable en el sentido de que son las personas que trabajan en el cine las que están saliendo a descubrir cosas. Mailer nunca habría escrito The Sopranos porque nunca se hubiera acercado a personas como ellos. Te tienes que ensuciar las manos. Y tienes que ponerte en una posición inferior a ellos para hacerles preguntas.

¿Leyó su última novela, The Castle in the Forest?
T.W.: La empecé. Pero no, no pude. El sólo tiene un libro. Si vuelves a leer The Naked and the Deadverás que no es una buena novela. Los diálogos no son muy buenos. Mailer nunca pudo escribir diálogos. Y es porque no escuchaba a la gente. Su único personaje siempre fue él mismo. La única excepción: The Executioner`s Song. Pero en ese caso tomó todo el trabajo de un fotógrafo y reportero llamado Lawrence Schiller, que desafortunadamente no podía escribir bien. El le dio las cintas de Garry Gilmore. Ese libro son principalmente transcripciones. Por eso resulta realista.

¿Es optimista sobre el futuro de la literatura en Estados Unidos y en el mundo?
T.W.: No. Sólo la no ficción. La novela, realmente, murió. La novela seria ya no existe.
 

Texto: Andrés Hax 

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